*Por Juan Camilo Acevedo
A lo largo de la historia de Colombia, el concepto de identidad nacional ha sido moldeado por una serie de eventos que, paradójicamente, giran en torno a la búsqueda de la paz. Sin embargo, como decía Jaime Garzón: “si ustedes los jóvenes no asumen la dirección de su propio país, nadie va a venir a salvárselos”. La paz, más que un destino, ha sido un espejismo que parece alcanzarse solo para desvanecerse en la bruma de los conflictos internos, la violencia y la polarización. Este ciclo ha sido el hilo conductor de la identidad de un pueblo que se define tanto por sus luchas como por sus sueños.
La identidad colombiana está forjada por las contradicciones; es un país donde los intentos de paz son tan frecuentes como los fracasos que los siguen, y, en medio de esa ambigüedad, se va construyendo un sentido de ser y de pertenencia. Desde los primeros encuentros entre indígenas y colonizadores, el conflicto ha estado presente, y con cada nueva etapa histórica, esa lucha por definir quiénes somos se ha vuelto más compleja. Las guerras de independencia, en lugar de unir al país, lo dividieron en bandos ideológicos. Bolívar y Santander, dos figuras cruciales en esa lucha, terminaron siendo los símbolos de una nación incapaz de reconciliar sus propias diferencias, a pesar de haber ganado la libertad del yugo español.
Más tarde, los caudillos y líderes políticos del siglo XX intentaron sofocar el fuego de la violencia con discursos de unidad; sin embargo, sus palabras no pudieron evitar las balas que acabaron con la vida de figuras como Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán. Ambos asesinatos evidenciaron qué, en Colombia, el anhelo de paz suele estrellarse contra las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad y la violencia. La identidad colombiana, entonces, ha crecido alrededor de la paz como un objetivo siempre esquivo, casi como un ideal que parece destinado a no cumplirse. Pero la paradoja es que, a pesar de la interminable lucha, la paz se ha mantenido como el centro del imaginario colectivo. En esa búsqueda incesante, el pueblo colombiano ha encontrado maneras de resistir y de crear.
La música, la literatura, e incluso el humor negro de personajes como Jaime Garzón, se han convertido en herramientas de supervivencia. Garzón entendía que reírnos de nuestras tragedias no significa ignorarlas, sino humanizarlas, despojarlas de su poder de destrucción para poder verlas desde otra óptica.De este modo, la historia colombiana, llena de conflictos, ha creado una identidad que abraza la esperanza y el desencanto a partes iguales. El colombiano no es ajeno a la guerra ni a la corrupción, pero tampoco lo es a los intentos continuos de reconciliación y a los esfuerzos por construir un país mejor. Es por eso que, incluso cuando la paz parece un imposible, sigue siendo el faro que guía la conciencia nacional.
Así, la identidad de Colombia se construye desde la comprensión de que la paz no es un estado final, sino un proceso constante. Un proceso que, aunque interrumpido por la violencia, nunca deja de estar en el horizonte. Y en ese proceso, el humor, la resistencia, y la capacidad de soñar siguen siendo las armas más poderosas de un pueblo que, como Garzón advertía, sabe que nadie vendrá a salvarlo si no es él mismo quien se salva.
*Estudiante IV semestre Gobierno y Relaciones Internacionales-Voluntario IPAZDE.